El mayor bosque urbano del mundo se plantó a mano

Desde la cima de la imponente montaña del Corcovado de Río de Janeiro, a los pies de la icónica estatua de Cristo Redentor, los altos centros urbanos cuidadosamente escondidos a lo largo de la costa quedan empequeñecidos por el escarpado horizonte natural. Sobre estos picos, hasta donde alcanza la vista, crece la densa selva del bosque de Tijuca -el mayor bosque urbano del mundo-, que da a Río la sensación de ciudad que ha conseguido coexistir con la naturaleza como ninguna otra del planeta. Pero las cosas no siempre fueron tan armoniosas. De hecho, hubo un tiempo en el que estas colinas fueron despojadas, deforestadas para hacer sitio a las plantaciones. La verdad es que esta selva en expansión se replantó a mano.Por mucha atención que se haya prestado a la deforestación de la selva amazónica en los últimos siglos, al ecosistema de la selva atlántica de Brasil le ha ido mucho peor. Hogar de una multitud de especies únicas, la selva atlántica se extendía antaño a lo largo de casi toda la costa brasileña, aunque hoy sólo quedan pequeñas parcelas. Para mantener a la población de Brasil, que en su mayoría vive cerca del océano, estos bosques se talaron en gran medida para dejar espacio al desarrollo, y el bosque de Tijuca de Río no fue una excepción.

Desde que se fundó Río de Janeiro en 1565 hasta mediados del siglo XIX, sus numerosas laderas, antaño repletas de bosques tropicales, fueron despojadas de vegetación para obtener madera y combustible que ayudara al crecimiento de la floreciente ciudad. Con el tiempo, casi todas las laderas de Río quedarían desprovistas de bosques al ocupar su lugar las plantaciones de café y caña de azúcar. Entre 1590 y 1797, por ejemplo, el número de molinos de caña pasó de seis a 120, a expensas de la selva atlántica de la ciudad.

Pero a pesar de todos los beneficios obtenidos por la deforestación de las laderas en aquellos primeros tiempos, la destrucción era motivo de preocupación incluso entonces. Ya en 1658, los habitantes de Río comenzaron a levantarse en defensa de los bosques, temiendo que la tierra degradada afectara al suministro de agua de la ciudad. Sin embargo, no fue hasta 1817 cuando el gobierno de la ciudad dictó por primera vez normas para proteger las pocas manchas de bosque que quedaban.

Después de una serie de sequías a mediados del siglo XIX, quedó claro que había que revitalizar el bosque para garantizar un suministro de agua limpia. Así que, en 1860, el emperador Pedro II dio la orden de reforestar las áridas colinas de Río con las plantas autóctonas que habían florecido allí siglos atrás.

En la enorme empresa se plantaron a mano cientos de miles de plantones; la regeneración natural y la regulación municipal ayudaron a rellenar el resto. También se hicieron esfuerzos para reintroducir la fauna autóctona, aunque la tumultuosa historia de 400 años del bosque aún no ha recuperado toda su biodiversidad natural. En las décadas siguientes, la Selva de Tijuca obtuvo el estatus de Bosque Nacional, recibiendo con ello numerosas protecciones y ampliaciones de sus límites.

Hoy en día, Tijuca es el mayor bosque urbano del mundo, y atrae a unos 2 millones de visitantes al año. Sin embargo, en medio de un entorno natural aparentemente intacto, en medio de uno de los principales centros urbanos de Brasil, sigue siendo posible ver los cascos huecos de las casas de los ranchos que el joven bosque aún no ha reclamado por completo.

Aún así, desde el elevado mirador del pico Corcovado de Tijuca, la selva parece intacta. Y entre los peregrinos de muchos credos que se reúnen en torno a los pies de una gigantesca estatua de piedra de Jesús en una exuberante ladera verde, existe un rayo de esperanza: que aunque no se pueda salvar la selva allí donde persiste la deforestación, tal vez, al final, podamos ser redimidos.

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